Cuando llegan estas fechas, todo el mundo que conozco lanza discretamente en las conversaciones una idea tremendamente nostálgica sobre la que andamos de puntillas, pero que tiene un peso simbólico enorme en las próximas dos semanas: las vacaciones de Navidad de cuando éramos niños. Junto a las vacaciones de verano, en las que teníamos tres meses completos de despreocupación y descanso, las de invierno suponían un parón más breve que servía únicamente a un objetivo: cambiar de mentalidad ante la amenaza del nuevo año. Otro comienzo, una nueva oportunidad para hacer las cosas bien. Y también una maraña de expectativas acechando.
Recordamos con añoranza las reuniones masivas en casa, donde éramos el centro de atención y solo se requería de nosotros que existiéramos libres y felices -y quizá poner la mesa-; las noches de nervios y las mañanas de regalos que podríamos disfrutar con intensidad durante varios días; trasnochar como adultos sin conservar sus responsabilidades al día siguiente. Un reflejo de lo que creíamos que era ser mayor y que hemos acabando echando de menos como si nos hubieran arrancado una parte de nosotros. Como si nos hubieran vetado el acceso a esa idea de Navidad que, durante años, suponía una sanísima indiferencia ante todo lo que no nos hiciera sentir plenos y felices.
De alguna forma, el imaginario colectivo sigue pensando y promoviendo la Navidad vista desde los ojos de un niño, pero los adultos nos enfrentamos a ella desde el agotamiento y el peso del capitalismo. En España, el Observatorio de la Navidad -cuya existencia desconocía hasta hoy y en el que me encantaría trabajar, gracias- reporta que el 66% de la población rechaza la temporada navideña en distintos grados. El impacto psicológico de las festividades, el estrés de los compromisos, las reflexiones asociadas al fin de año, el consumismo exacerbado o las altas expectativas de lo que deberíamos hacer y sentir se citan como algunas de las causas de un profundo malestar.
Este año me he propuesto rescatar un poco esa sensación de asomarme a la cocina a ver qué estaba cocinando mi madre cuando me llegaba el olor de algo delicioso, buscar en Google cómo doblar servilletas en forma de árbol aunque solo vayan a durar diez minutos enteras o dar un abrazo espontáneo y sin razón aparente a alguien a quien quiero mucho. Es el primer año en bastante tiempo que me he comprado ropa para estrenarla el día de Nochebuena y tengo encargada una tarta de chocolate y galleta que va a recorrer 200 kilómetros ese día mientras Bruno y yo llevamos nuestra playlist navideña a todo trapo en el coche. No va a ser una Navidad perfecta, pero es la nuestra. Construirla así, defectuosa pero personal, es lo único que podemos hacer sin inventar una máquina del tiempo.
P.D. Espero que estés leyendo esto con el “miiiiiil euros” sonando de fondo. Esa tradición del 22 de diciembre no es negociable.
Una pintura
El invierno, su luz y sus colores han sido una inspiración enorme para el arte a lo largo de los siglos. Deborah Vass escribe aquí sobre una pintura que captó su atención en una exposición en 1993 y que aún la mantiene cautivada 30 años después: Winter Garden de Evelyn Dunbar. Su descripción es una preciosidad.
Me encanta diciembre. Hay una calidad de luz que solo existe en los días previos al solsticio de invierno, que se captura aquí. Por mucho que esta pintura trate sobre un jardín, también trata sobre esos momentos antes de que el crepúsculo se convierta en oscuridad, cuando el jardinero se retira al interior después de un arduo día de excavación, para calentarse contra el frío. Una niebla rosada baña los senderos formales y ilumina los bordes irregulares de los ladrillos de los bordes laterales. Las nubes han cambiado a ese particular tono de azul ahumado que se refleja en los tejados que se pueden ver sobre el seto lejano a la izquierda del jardín. Las camas parecen recién excavadas y los restos de los cultivos de verano han sido retirados, listos para descansar hasta que regrese la primavera. También hay campanas de vidrio, ahora vacías, lo que sugiere que es principalmente un huerto de vegetales, y hay árboles frutales podados con esmero en espaldera que crecen a lo largo del muro. Este es un jardín que se ama y está ordenado.
Una flor
Resulta que existe una rosa del Solsticio de Invierno, la llamada 'Mary Rose'. En las notas de Jo Thompson sobre jardinería y flora, aparecía hoy una pequeña historia sobre ella y cómo recibió su nombre que me parece fascinante.
Cuenta que, cuando la flota francesa llegó, Enrique observaba desde el Castillo de Southsea. La falta de viento le dio ventaja a los franceses, cuyas galeras a remo pudieron avanzar mientras los grandes barcos de vela permanecían inmóviles. Sin embargo, hacia la tarde, el viento se levantó y Lisle sacó sus grandes barcos, incluyendo el Mary Rose.
El Mary Rose disparó desde su lado de estribor, luego viró para disparar desde el lado de babor. Al girar, se inclinó hacia un lado, con su costado de estribor bajo en el agua. El embajador François van der Delft, testigo presencial de la batalla, escribió que el barco "se inclinó con el viento". Las portillas de los cañones de estribor, crucialmente, quedaron abiertas y, con el empuje final del viento, se sumergieron fatalmente por debajo de la línea de flotación.
Nombrada en honor al buque insignia de Enrique VIII que se hundió frente a sus ojos durante la Batalla del Solent en 1545, esta belleza definitivamente tiene una actitud regia. Sus flores con pétalos sueltos florecen durante todo el verano, en un precioso rosa no tan fuerte. Esta es solo una anécdota que nos recuerda que el tiempo avanza aunque no seamos conscientes.
Un documental
Buceando por la colección navideña de Filmin, donde existe una subcategoría dedicada a las comilonas que nos esperan estos días, di con Lobster Soup, un documental sobre el café Bryggjan, el núcleo comunitario de un pequeño pueblito pescador islandés. Durante casi 50 años, todas las mañanas se prepara una sopa de langosta que nutre a diario a muchos de sus habitantes y al 100% de los turistas, que hacen un alto en el camino tras visitar un volcán cercano.
En esta cafetería se congregan sobre todo antiguos pescadores a tomar largos cafés, pero hay otros relatos que se cuelan en el corazón, como el del ex-boxeador de 83 años al que le brillan los ojos cuando alguien quiere hacerse una foto con él; el del escritor islandés que pasó años en España y tradujo nada menos que el Quijote, o las sesiones de los miércoles en las que se reúne todo el pueblo para contar frente a un micrófono historias de los que ya no están, como una manera de mantenerlos vivos en la memoria colectiva.
Entré aquí esperando una confort movie sobre la historia de su exitosa sopa y salí dándole vueltas al paso del tiempo y a la importancia de honrar a nuestros muertos. Supongo que las mejores historias consiguen eso.
chica qué preciosidad ❤️🔥