Una lata azul de Nivea
Hay cosas que no han faltado en ninguna casa española de los últimos 50 años: la caja de galletas reconvertida en costurero, la vaselina neutra perfumada en tarrito rosa o la lata azul de Nivea. Son sinónimo de hogar, remanente inocente de las costumbres de padres y abuelos y uno de los pocos objetos prácticos que aún conservamos en nuestras casas, con su significante y su conexión emocional intactas.
Hay un gesto que compartían mi abuela y mi madre en los meses fríos y que he crecido replicando involuntariamente: aplicarse crema en las manos cada vez que se sentaban. El botecito siempre a mano, incluso varios repartidos por la casa para que el minuto de descanso no las pillara con él lejos. Su tiempo era muy preciado y sus trabajos mucho más esenciales y valiosos que los nuestros actuales, aunque ellas pensaran lo contrario. Probablemente una de las cosas más dolorosas que hemos experimentado como hijas y nietas es presenciar la profundidad del machismo estructural calando hasta los huesos de sus autoestimas.
Esa imagen de untar la piel en crema la hemos visto de forma reiterada incluso en series y películas: cualquier mujer de mediana edad, a punto de acostarse, abriendo el bote e hidratándose manos y codos. Nicole Kidman en The Undoing, cualquiera de las protagonistas de Mad Men, Mercedes y Herminia en Cuéntame. Da igual el estrato social, el género cinematográfico o la época, es un gesto exclusivamente asociado a las mujeres, siempre buscando estar perfectas para unos maridos que seguramente no sepan limpiarse bien el culo. La imagen de Neutrogena es un marinero noruego, pero bien podría ser la de una mujer que ha fregado platos para cuatro integrantes de una familia durante cuarenta años.
Creo que este momento de intimidad también tiene algo de resistencia. Todos los ojos estaban o están puestos en las pieles, los maquillajes o los peinados, los aspectos más visibles y estéticos, pero nadie se fija en las manos. No se las hidrataban para nadie más que para sí mismas, bien en búsqueda de un efecto calmante, especialmente si se llevaban a cabo tareas manuales con mucha exposición al agua o al frío, o simplemente como uno de los pocos ratos que podían dedicarse. Duraban dos minutos, pero cómo los atesoraban.
El invierno ya acecha y me he descubierto prestándole de nuevo atención a estas manos que a lo máximo que se exponen es a teclear en un ordenador cuarenta horas a la semana. Una manicura que me aleje de morderme las uñas, un aceite para cutículas, la hidratante que se posa en la mesita de café del salón esperando a ser abierta mientras veo una serie por la noche. Somos muy distintas y nuestras vidas también, para bien y para mal, pero con ese gesto tan tonto me siento un poco más cerca de ellas.
Un libro
Si lees la sinopsis de Intimidades de Katie Kitamura, igual te suena a película de sobremesa de Antena 3, y eso precisamente es lo que me ha atrapado: joven intérprete se muda de Nueva York a La Haya para trabajar en el Tribunal Penal Internacional y acaba teniendo que traducir a un exjefe de Estado que ha cometido crímenes de lesa humanidad. En mitad de todo eso hay, por supuesto, una historia de amor desconcertante con un tipo al que nunca acaba de conocer del todo.
En todo este torbellino de emociones e incertidumbres, la autora hace un retrato bastante adictivo, con un cuasi-thriller muy elegante, de cómo la intimidad con distintas personas condiciona el curso de nuestras vidas. La historia, porque si no no estaría aquí presente, se ambienta en un gélido invierno de los Países Bajos al que te enfrentas desde los ojos de una extranjera. Y para entrar a ese Tribunal solemne e imponente, situado en una ciudad tremendamente lluviosa, vamos a tener que leer muchas descripciones de trajes de chaqueta, pelos perfectamente engominados y abrigos de paño requetecepillados. Una delicia.
Lo edita Sexto Piso.
Dos aceites
Hasta hace no mucho me mostraba muy reticente a los productos en aceite porque mi pelo es de raíces grasas, y esta condición es traumática se mire por donde se mire. No quería ni ver los aceites, ni siquiera para mi piel, aunque fuera seca como la de un lagarto. Pero a veces una chica solo necesita un viento helado que le trastoque toda la cabeza y que una amiga la convenza para convertirse a otra religión, y esa religión son ahora mismo estos dos productos que comparto en este foro por si hay alguien dispuesto a dar el salto de fe.
El primero es el aceite desmaquillante de L’Occitane. Creo que cualquier marca podría cumplir la misma función, pero esta es la que yo uso y de la que llevo dos botes gastados, absorbidos por mi cara como un vasito de agua. Es un limpiador en aceite que se convierte en una leche cuando entra en contacto con el agua, por lo que son dos productos en uno (girl math). Está infusionado con caléndula, huele increíble y es el limpiador que más delicada y eficientemente me ha desmaquillado jamás. Si no llevas maquillaje, el tacto en piel es como el de acariciar un pañuelo de seda.
Creo que han cambiado el packaging, pero este parece muy similar.
El segundo es el llamado Aceite extraordinario de Elvive, un sérum nutritivo multiusos especialmente indicado para pelos secos o teñidos. Se puede aplicar antes del lavado, después del lavado, antes del peinado o como toque final para combatir el encrespamiento. Es bastante nutritivo y al tacto queda sedoso, pero lo que más he notado y lo que me ha hecho incluirlo en el front row de mi baño es el brillo que imprime. Una cosa bastante escandalosa.
La idea de una cafetería
El finde pasado estuve en Burgos, viviendo el frío que tanto me gusta y comiendo, que me gusta todavía más. Al acabar de almorzar entramos en una cafetería muy pequeñita, que existía -según su cartelería- desde los años 80. Fuera hacía alrededor de 3 grados, y al cruzar sus puertas sentimos un golpe de aire caliente que nos empujó hasta las sillas, acolchadas y con dibujo de flores raído. A nuestro alrededor, todo personas mayores con su café y un bocado dulce delante. Algunas en grupo, señalando al mercadillo navideño que estaban montando al otro lado del cristal; dos o tres leyendo el periódico; y otras, solas, hablando por WhatsApp con sus seres queridos, con esas tipografías gigantes entrañables y usando únicamente el dedo índice para escribir.
No sé cómo explicarlo, pero ese sitio era mi sitio. No estrictamente aquella cafetería a 250 kilómetros de mi casa, sino el concepto de ese espacio. Un lugar en el que puedes pasarte horas si lo deseas, donde que nadie va a prestarle atención a lo que estás haciendo y del que saldrás habiendo gastado, como mucho, tres euros, que seguramente vayan a parar a un señor un poco gruñón con corazón de oro, que es como imagino a todos estos gerentes desde que conocí a Luke Danes. Ningún sitio exclusivo con no sé qué menú que necesita una reserva con dos meses de antelación; no un Starbucks ajetreado que quiere que pases el menor tiempo allí. Un lugar de paso cálido, con el choque de las tazas y el sonido de la cafetera como único hilo musical.
Quédate con los lugares que te hagan sentir en Stars Hollow.