Frotarse las manos
Sobre la anticipación, la sorpresa y la preservación de un buen recuerdo.
Me gusta mucho pensar en ese momento inconsciente en el que estás a punto de ser muy feliz. El instante anterior a una llamada de las buenas -casi insólitas-: lo que estabas haciendo justo antes de enterarte de que vas a tener un sobrino, el suspiro de saber que una operación ha salido bien o el proceso de preparación de una comida con amigos que horas más tarde se registrará como uno de tus recuerdos más preciados. En cada uno de esos momentos clave acabas recordando cada detalle previo para formar una memoria lo más exhaustiva posible a la que regresar cuando las cosas se tuerzan.
Este fin de semana hicimos una excursión a Villalba para comer el que ha sido el mejor cocido de mi vida, aunque eso tampoco lo sabía cuando me levanté aquella mañana. Sí que lo fantasee, y eso hizo que llegara allí totalmente receptiva y lista para dejarme sorprender. En aquel restaurante lo preparan al horno de leña durante 48 horas, y al cruzar las puertas de madera te embriaga el aroma de todas esas materias primas que llevan conociéndose y cruzando sus partículas dos días enteros. Al acabar la sobremesa, uno de los regentes del restaurante habló con nuestro grupo y contó que su carta es pequeñísima a propósito: abren únicamente los meses de otoño e invierno (como esta cartita, por cierto), y querían especializarse en una lista limitada de preparaciones con las que pudieran ofrecer una experiencia de calidad. El resto de meses del año recogen lo sembrado y simplemente descansan.
Elegir una forma distinta de hacer las cosas suele complicar los procesos pero también enriquecer los resultados. En Los sorrentinos, la novela de Virginia Higa sobre una familia que abre una trattoria napolitana en Argentina y patenta un tipo de pasta que hoy se come en todo el país, se detallan las innumerables reglas que hay que seguir alrededor de esta receta: Es sabido que el raviol se come de un bocado, y que en un plato entran incontables ravioles. El raviol no es una entidad definida, existe en la acumulación. Decir «comí un raviol» es una cosa absurda, un sinsentido. Un sorrentino, en cambio, es un ente en sí mismo. Un niño o una mujer que se alimentara como un pajarito pueden comer un solo sorrentino con total dignidad. El sorrentino se puede cortar tres o cuatro veces, y el pedacito resultante sería un bocado tan decente como cualquier raviol. «Cada pasta tiene su personalidad», decía el Chiche, que también corregía a quienes confundían agnolotti con tortellini, o tagliatelle con pappardelle. En la trattoria, la porción traía seis sorrentinos; ni uno más, ni uno menos. Era fundamental que el sorrentino se cortara solo con el tenedor; al que le clavara un cuchillo se lo calificaba inmediatamente de forastero.
Como en este relato familiar, cada casa tiene sus anécdotas, normas y anhelos, pero creo que todas comparten el gusto por sentarse alrededor de una mesa en buena compañía y, lo más importante, en sus propios términos. Como narraba Higa, “el momento que la familia amaba más que ningún otro era el de sentarse a la mesa, justo antes de que se sirviera la comida. Disfrutaban de la comida en sí, pero les gustaba sobre todo la anticipación, y por eso en general no eran muy dados a las sorpresas. Preferían saber de antemano lo que les iban a servir, imaginarse el sabor y la abundancia de los alimentos, cultivar en su interior el espacio para disfrutar de la comida que estaba por llegar. Consideraban las sorpresas algo burdo, un mero golpe de efecto. Era mucho mejor saber, frotarse las manos y esperar”.
Un debate y una newsletter
Hace poco surgía en el Twitter angloparlante una cuestión en la que nunca había reparado: “¿Escucháis música todos los días? ¿TODOS?”. Bueno, por supuesto, qué clase de pregunta es esa. Lo sentí como cuando nos enteramos de que había gente que no tenía un monólogo interior. De que había ahí fuera personas que no escuchan sus pensamientos en bucle. Parece que también hay gente que no escucha una sola canción -al menos consciente y voluntariamente- durante días o incluso semanas. Ni hablar de un disco completo o una playlist curada, claro.
Para mí es impensable no hacerlo, supone una parte imprescindible de mi día a día y tengo varios espacios mentales reservados para la experiencia: los viajes en transporte público o en coche, los descansos entre reuniones, mientras me ducho, mientras cocino, mientras escribo esta cartita. Si acaso echo de menos que esté más presente y que no suponga un acompañamiento o complemento de otra acción, sino que sea una acción en sí misma. Poder sentarme a paladear un álbum, de principio a fin, con todos los sentidos puestos en él.
Cuanto más mayores nos hacemos, más cuesta reservar el tiempo para sentarse a mirar al infinito; más aún para prestarle toda nuestra atención a un único estímulo. Tendemos a rellenar ese espacio mental haciendo scroll en los teléfonos, y yo no soy ninguna excepción. Por eso encontrar la newsletter de Jacqui Devaney la misma semana a la que le daba vueltas a todo esto, fue revelador.
Dinner Music es una carta bisemanal que te descubre, por un lado, un álbum y la historia que hay detrás de él; y por otro, una playlist que se actualiza semanalmente y que sigue distintos temas, momentos culturales y géneros.
Me parece un planazo para salir del aplatanamiento del Radar de Novedades de Spotify y sus algoritmos adictivos. Esta carta llama a prestarle toda nuestra atención durante una hora y media a la semana, a volver a introducir la escucha consciente en nuestras rutinas, a descubrir realmente cosas que desconocemos y podrían cambiarnos la vida. Si es que estás abierto a la idea de escuchar música todos los días, claro.
Un accesorio
Hace unas semanas hablaba aquí de que uno de mis pocos objetivos vitales para 2025 era aprender a usar y ponerme más pañuelos, que es algo que siempre me resultó estilosísimo en otras mujeres pero nunca fui capaz de incorporar en mi armario. Tengo que decir que, baby steps mediante y con mucha discreción e inseguridad, lo estoy consiguiendo.
En medio de esta nueva obsesión me crucé con las bufandas skinny de Indré Ridiké (@wooldotknitwear), unas monerías multicolor que además de originales están hechas a mano. No son baratas, como casi nada hecho con mimo, pero puede ser un buen regalo o un precioso capricho.
Un mood
Este declaración exagerada (o no) es un buen recordatorio de que hay cosas sencillísimas, a nuestro alcance, que pueden cambiar completamente nuestra perspectiva sobre la vida. Estar teniendo un día horrible hasta que compras una palmera de chocolate crujiente en los bordes pero tierna en el centro que te da un respiro y te lanza a seguir con el día desde otro esquema mental. Eso es un poco la vida, creo, y en invierno tiene mucho que ver con una comida reconfortante.
Esto es un llamamiento a que nos embarquemos en la misión de encontrar el mejor cruasán jamás hecho.
De esas newsletters que te alegran el día! Muchas gracias. Dirías qué restaurante es ese en el que comiste el cocido o prefieres guardártelo?
¡Gracias por la recomendación de "Dinner music"!