El poder estético de la melancolía
Amy Adams comunicándose con los heptápodos de La llegada sin saber si estaba o no asistiendo a los minutos finales del mundo tal y como lo conocíamos; Michael Fassbender corriendo hasta la extenuación para callar la adicción que le engulle en Shame; la exploración de la retracción y el proceso depresivo al que da vida Kirsten Dunst en Melancolía… El tormento está presente en todos los productos culturales que consumimos y amamos, ni más ni menos que porque es una emoción que conocemos bien y en la que habitualmente necesitamos regodearnos. La cultura es solo un recipiente.
Si dentro de la categoría “drama” pensamos en una escena romántica grabada a fuego, hay muchas posibilidades de que sea ese beso bajo la lluvia de Orgullo y prejuicio o de Deseando amar. Los gritos desesperados de Meryl Streep en La decisión de Sophie no habrían funcionado igual sin el vaho saliendo de su boca. Y, desde luego, Eternal Sunshine of the Spotless Mind no habría sido la misma propuesta artística sin esa cama en medio del hielo que simbolizaba la intemperie emocional de haber amado y perdido.
La lluvia, la introspección, las ventiscas, las hojas secas bajo los pies y, en definitiva el otoño y el invierno, tienen un componente dramático intrínseco que sí somos capaces de valorar en el arte pero no solemos admitir en la vida real. Pero no engañamos a nadie: nos ponemos canciones tristes para dejar salir el llanto con todo su vigor; lloramos debajo de la ducha para que las lágrimas se fusionen con el agua de la alcachofa; nos miramos al espejo mientras lloramos porque autocompadecernos intensifica el drama. Los humanos somos hipnóticos.
Más allá de decir aquello de que debemos permitirnos estar tristes y abrazar esas épocas sombrías que el frío suele auspiciar, sí creo que es importante recordar la sensación de alivio que llega tras la descarga del huracán. No existirían ratos felices y de plenitud sin experimentar en ocasiones la otra cara de la moneda. Puedo conceder que las imágenes que proyectan jornadas de carcajadas en la playa son tremendamente prometedoras y evocan descanso y relajación (como diría Ottessa Moshfegh), pero nunca tendrán el poder estético de una tormenta trágica, un abrazo bajo una manta blanca que cuesta más que tu sueldo anual o una mirada al horizonte con la melena mecida por el viento y un cigarro en la boca.
Exacto. Ya sabéis.
Un videojuego
Esta semana me he sumergido en el universo de Alan Wake 2. Y lo digo desde la perspectiva de alguien que no conocía la saga. No solo es espectacular a nivel gráfico, sino que su historia recuerda a una primera temporada de True Detective o de Twin Peaks, introduciendo en su mecánica digresiones que funcionan como originales flashbacks que exploran todas las posibilidades del crimen que te encuentras investigando como agente del FBI.
En cuanto a lo que nos ocupa, que es su capacidad de envolvernos en un invierno lánguido: se ambienta en el pueblo costero decadente y oscuro de Bright Falls, donde transcurría el primer juego. Estamos en un momento indeterminado de la época de frío y el escenario principal es un bosque que hay que peinar de arriba a abajo. Las luces y sombras que lo habitan denotan otoño tardío: hojas naranjas y amarillas que crujen, el atardecer iluminando los distintos tipos de árboles y plantas, los charcos de lluvia y barro que manchan las botas… Un 9 sobre 10 en la escala Sweater Weather.
Un color
Como diría un señor en la ronda de preguntas tras una charla: más que una pregunta, esto es una reflexión. Siempre he tenido una relación extraña con el marrón, durante años me pareció aburrido e insulso y nunca vestí nada que respirase esa gama cromática, aunque era uno de los colores favoritos de mi madre y para ella no existía un invierno sin él. Empecé a reconciliarme con él hace no mucho, asociándolo cada vez más a esta temporada que tanto me gusta y, sobre todo, a ella. Tenía un abrigo color caramelo y capucha de pelo y cinturón del mismo color que nunca se quitaba, unas botas chocolate con las que lo acompañaba e incluso un eyeliner canela cuya magia no entendí hasta que fui adulta.
Es curioso cómo un estímulo tan sencillo como un color puede hacernos pensar automáticamente en alguien. Como esos juegos que surgen en Twitter cada ciertos meses e invitan a asociar a una persona desconocida con un tono, porque todos los estímulos del día a día que implican personalización tienen una carga simbólica y emocional apabullante.
Desde aquí pido perdón a todos esos castaños, nuez, cedro, almendra y café a los que nunca dediqué ni una mirada, estoy haciendo todo lo posible para enmendar los errores.
Una prenda
En el siglo XVII, los pescadores británicos y franceses adoptaron el cárdigan para mantenerse calientes en los fríos días de invierno en el mar. Pero, como casi siempre en esta vida, fue un rico general británico y séptimo conde de Cardigan, James Thomas Brudenell, el que acabó dándole nombre a la prenda en el siglo XIX. De él se decía que era elegante y coqueto y que hizo de esta chaqueta su firma, llevándola a popularizarse.
Más allá de su etimología, estoy convencida de que si este tipo de chaqueta de punto sigue tan vigente no tenemos que agradecérselo ni a Coco Chanel ni a los millones de personas que la han convertido en una parte indispensable de su armario de invierno, sino a Taylor Swift. Este verano celebraba el tercer aniversario de la canción, y esta misma semana puso a la venta un cárdigan azul con gaviotas blancas para celebrar el lanzamiento de su 1989 TV -que se agotó en segundos, claro-. Una reina del otoño, si me preguntan.
Dos párrafos
Estoy más o menos a la mitad de Te di ojos y miraste las tinieblas de Irene Solà, la nueva novela de la autora de uno de mis libros favoritos de 2019: Canto yo y la montaña baila. Ambos comparten plasticidad, un manejo increíble del lenguaje y un folclore que remite a todo lo que históricamente nunca se ha querido verbalizar: enfermedad, muerte, brujería. La cascada sensorial y la sensación de fábula ocurren, además, a lo largo de distintas épocas, durante oscuras y gélidas noches.
Las cimas se habían levantado cubiertas de las primeras nieves, y los árboles crujían. El cielo se había encapotado por la mañana y había granizado una pedrisca mezclada con nieve, y después solo nieve, y luego nevaba y lucía el sol a la vez. Margarida ya había pensado que ese tiempo solo podía ser cosa del demonio, pero de todos modos la pilló desprevenida.
Y, mientras subían montañas de estiércol y de fuego y bajaban a valles de brasas donde el viento bramaba y los árboles rechinaban cargados de urracas y cuervos, la voz incesante la fustigaba, “Yo te cincelé y tú te hiciste sierva de otro”, tan ensordecedora que la mujer era incapaz de separar las palabras, “Aléjate de mí, endemoniada, que yo te di oídos y tú escuchaste a otro”. Margarida, aterrorizada, miraba al culo del caballo y negaba con la cabeza, “Te di boca y confabulaste con otro”, tropezaba, pero el estrépito continuaba, “Te di ojos y miraste las tinieblas”.